Don Manuel, Doña María (y mis recuerdos).

Todavía recuerdo ese andar lento que los años le dejaron, su rostro blanco, sus ojos claros; toda su fisonomía contrastaba con los demás pobladores; quizá porque él no era oriundo de aquella zona ribereña. Hombre fuerte, alto y de mucho carácter, apegado a la religión, todos los días se encerraba junto con la compañera de su vida y con una de sus hijas a rezar el rosario, todos los días a las 8:00 de la noche, sus rezos eran acompañados con el canto de la fauna nocturna. 


Mis mejores recuerdos de la infancia se plasman en aquel lugar, cuando en vacaciones viajamos a aquel rumbo para ver a la familia y verlos a ellos; Don Manuel, Doña María y sus recuerdos, mis bisabuelos; salir disparado del coche en el que viajábamos,  y correr a saludar, llegar a su cuartito de palma y lodo que son muy propios de la ahí, eran las primeras cosas que hacia al terminar el tedioso trayecto de 10 horas de camino.

Un olor a petróleo inundaba aquel cuarto, ya que debido a su edad se dedicaban a la venta de aquel combustible muy requerido por los vecinos, tenían una mesa con dulces los cuales eran  un aliciente para ganar dinero. Su rostro se llenaba de felicidad al vernos llegar, esa felicidad sincera que muy pocos demuestran al ver llegar a quien se extraña. Abrazos, besos e intercambio de “regalos”, después, pedirle a mi bisabuelo el juguete más preciado por él y por mi; un camión de bomberos que guardaba celosamente durante mi ausencia y que sacaba de su escondite a mi llegada. Mi bisabuela siempre sentada sobre la cama, con su cabello gris y su rostro moreno por el sol enmarcado por sus largas trenzas con listones  y ataviada por su vestido, lo cual la hacía ver como una “Adelita”. 

En la noche después del rosario, mi abuela nos reunía en el patio de enfrente a contarnos un cuento, su voz con un ligero acento habitual en aquel lugar, pausada y las narraciones de cuentos que nunca habíamos escuchado y que no recuerdo bien a excepción de aquella frase donde el protagonista le decía a un ogro o gigante - Dame una tortilla – me hacia imaginar una tortilla de harina enorme (he de confesar que cada que me acuerdo se me abre el apetito). Me hacia imaginar cada personaje, cada situación y cada escenario con gran precisión en los detalles.

Y asi cada año, aunque a veces por lo situación económica pasaban uno, dos o tres años sin acudir, Yo, un niño que se hacia un joven, mis bisabuelos unos viejitos que inevitablemente se hacían más viejos. Yo como todas las personas vivía pensando que las personas que amamos eran eternas. Así pasaron los años, un día avisaron: Murió la bisabuela. Después de años que no fuimos a verlos, teníamos que darle el último adiós, pero ya no se podría darle  un abrazo como en antaño, decidí no ir. Nunca me ha gustado ir a los funerales, incluso si pudiera no asistiría al mío. Tampoco lloré su perdida. Me mantenía ocupado en perder el tiempo como cualquier adolescente lo hace, haciéndome pendejo, pensando que el mundo es muy pequeño para uno, que al fin y al cabo todos no vamos a morir, que descanse en paz.

Recuerdo la última vez que vi a mi Bisabuelo, ya no salí corriendo del coche, el ya no estaba en su cuarto, obviamente tampoco estaría mi bisabuela sentada en la cama con sus trenzas y su vestido, el cuartito ya no estaba, solamente era una bodega semidestruida que utilizaron mis tíos, después de saquear lo que tenía. Mi bisabuelo era cuidado por otra de sus hijas, quien se lo llevo a su casa para poder cuidarlo mejor, Me dirigí a la casa de mi tía, recorriendo el mismo camino pero esta vez no me acompañaba el carro de bomberos que mi bisabuelo guardaba, no escuchaba el ruido que sus ruedas de plástico hacían al jalarlo del cordón sobre la terracería, después de todo ya no había terracería, la calle ya era de concreto. Llegué a la casa y estaba sentado en una mecedora junto a mis tía y a mi papá, lo saludé pero su edad había acabado son algunos de sus sentidos, no escuchaba bien, no veía bien incluso había empezado a olvidar las cosas. Después de gritar varias veces mi nombre y recordarle que era hijo de su nieto, que era uno de los primeros descendientes en llevar su nombre, se acordó, levantando la cabeza y sonriendo me dijo: -¡Eres el Calaverita!

Creo que se me apachurro el corazón y lo abrace, le di un beso en la mejilla. “Calaverita” fue el apodo que me puso cuando nací, porque era como todos los niños cuando nacen, feo, arrugado como larva pero decía que yo estaba muy flaco. Se disculpó porque ya no oía bien, porque sus ojos ya no servían y porque a veces ya no se acordaba de las cosas. Síntomas que eran poca cosa para un hombre que ya había vivido más de un siglo.

Me fui, pocos años más tarde el partió junto a mi bisabuela, tampoco fui a despedirme, preferí recordarlo así, como siempre lo recuerdo, buscando un carro de bomberos para dármelo y verlo sonriendo al ver al “Calaverita” jugando con él.

P.D. Dios los tenga en su Gloria. HLMDP

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